Hubo un tiempo, que no fue hermoso, en que usar barba en la Argentina era imprudente y hasta peligroso: aunque hoy parezca mentira, para las autoridades, sobre todo las policiales y fuerzas de seguridad, equivalía a una amenaza en potencia contra las instituciones.
Los varones de 40 años que hoy portan distintos tipos de barbas, algunas muy acicaladas, en general no tienen ni la menor idea del sentido político o de rebeldía que alguna vez representó su uso, en tanto que sus abuelos y padres se preguntan de dónde salieron tantos barberos y barberías.
Los primeros no saben que hasta meses después de recuperada la democracia, en la Argentina no estaba permitido usar barba a la hora de obtener un documento, ya se tratase de cédula, DNI o pasaporte, por lo que para un ciudadano que la luciese se tornaba problemático ser identificado en un trámite de rutina y directamente debía afeitarse si necesitaba renovarlo.
Lo más normal, en los años sesenta y setenta era que se asociara las barbas, y sus combinaciones con el pelo largo, con los aspectos que por obligación habían lucido al principio de la Revolución Cubana los líderes Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y Ernesto «Che» Guevara, pese a que no había coiffeurs en la Sierra Maestra.
La barba, hoy de moda en el mundo completo entre jóvenes y adultos, era también un sinónimo de dejadez y posible falta de apego por la limpieza -de hecho, se subrayaba que los náufragos, los mendigos y los linyeras la usaban- y hasta resultaba anormal que un deportista profesional argentino prefiriese dejársela.
Mucho antes de que un entrenador del seleccionado argentino de fútbol intentara terminar con el pelo largo y con cortes llamativos en boga en los años noventa del siglo XX, había habido escasos futbolistas de primera división que pudiesen identificarse por la barba, como el volante Ricardo Villa, que terminó siendo un ídolo en el Tottenham inglés.
Está claro que el tema de relacionar asuntos capilares con la posible subversión o con la falta de apego por la limpieza resultó de la aplicación de un criterio castrense básico –aún hoy no hay policías o militares con barba en la Argentina- pero lo llamativo es el modo en la sociedad civil absorbió esa influencia.
Cuando hace más de medio siglo Miguel Cantilo escribió «bronca pues entonces cuando quieren/ que me corte el pelo sin razón/ es mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador» era normal que a los jóvenes la Policía los detuviera «por averiguación de antecedentes» y los rapara de prepo dentro de una seccional.
A un joven Luis Alberto Spinetta la policía lo detuvo mientras esperaba el colectivo por haberle encontrado un dibujo surrealista dentro de un portafolio, en la época en que estudiaba Bellas Artes, y otra vez por usar un pantalón pata elefante de un color que no era recomendable para varones.
Los asuntos capilares resultaban en los sesenta y los setenta una forma de rebelarse contra el modo en que los adultos consideraban la existencia: la revista icónica del rock en la Argentina se llamaba Pelo, la ópera rock estadounidenses que generó algunos temas musicales interesantes igual, pero en inglés, Hair, los hippies y rockeros sentían que el largo representaba una forma de rebelión contra el mundo careta.
Hoy las cosas han pegado un giro fenomenal: con los futbolistas del mundo como publicidades ambulantes, lo que está de moda en el segmento de los sub 30, son los cortes al ras, que antes eran el tormento de los civiles obligados al servicio militar, el carnet de identidad de los militares, la obligación de los policías.
La barba y el bigote son tan antiguos como la vida humana sobre el planeta Tierra, aunque está claro que durante miles de años la abundancia capilar tuvo que ver tanto con la protección de los cuerpos, una barrera contra las inclemencias, como con las dificultades técnicas, ante la ausencia de utensilios para los cortes.
La primera era en que el poder convenció a las mayorías de que había en ellas algo capilar impuro fue durante el esplendor del Antiguo Egipto: para la religión dominante el pelo era un castigo de los Dioses, por lo que las personas puras debían lucir afeitados completamente, todo lo contrario de lo que hacen hoy millones de musulmanes.
Esa imposición egipcia –los hombres y mujeres de las castas superiores los religiosos usaban pelucas en público e iban totalmente rapados en privado-originó un avance muy grande en los utensilios necesarios para cortar y en las cremas tanto para afeitar como para la hidratación posterior.
La antigua Grecia, en cambio, resultó el momento del mayor esplendor en las culturas occidentales para las barbas largas, tomadas como sinónimo de elegancia, y marcó el inicio de las barberías, aquello en que se han convertido hoy buena parte de las peluquerías argentinas.
Las viejas barberías griegas eran un punto de encuentro masculino en que se hablaba de negocios, temas políticos, sociales, y personales, y en ellas se combinaban concepciones diferentes, una especie de tertulia que podían compartir los nobles y guerreros, con los artesanos, artistas y pensadores.
Los guerreros dejaron de usar barba después de una desastrosa derrota del Ejército del macedonio Alejandro Magno, que las prohibió por siempre entre su tropa tras ver como los enemigos las usaban para inmovilizar a la élite de sus hombres en el combate cuerpo a cuerpo con espadas.
La caída del Imperio Romano impuso otras modas: los llamados bárbaros, usaban barbas más salvajes, aunque siempre cuidadas, incluso con trenzas y adornos, ya que en general las consideraban sinónimo de virilidad, fuerza y personalidad, como bien demuestran las evocaciones del mundo vikingo o las representaciones de Atila, el rey de los hunos.
Muchos de los músicos argentinos de la era en que la barba y el pelo largo significaban pararse frente al sistema conservador vigente parecían calcar con sus aspectos a una banda de muchachos que orbitando en torno a su líder, un tal Jesús de Nazareth, pretendían terminar con el orden establecido por un imperio poderoso, muchos siglos antes.