Florencio Roque Fernández, «El Vampiro de la Ventana» o simplemente «El Vampiro Argentino», está catalogado como el peor asesino en serie del país, por encima de homicidas de la talla de Cayetano Santos Godino «El Petiso Orejudo», Eduardo Robledo Puch o María de las Mercedes Bernardina «Yiya» Bolla Aponte de Murano, ya que en su historial como femicida mató a por lo menos 15 mujeres a mordiscones en el cuello.
Por Gastón Marote.
Según las publicaciones periodísticas -poco se sabe e incluso se desconocen los nombres de las víctimas-, Fernández actuó entre 1953 y 1960 (ya con 25 años cumplidos) en la localidad tucumana de Monteros, a unos 50 kilómetros de San Miguel.
Fueron 15 las mujeres asesinadas, pero pudieron ser 16 de no ser por la Policía que el 14 de febrero de 1960 llegó justo a tiempo para evitarlo.
Luego de su detención, el «Vampiro de la Ventana» fue juzgado y declarado inimputable, por lo que fue internado en un instituto psiquiátrico, donde murió en 1968.
Nacido en 1935 en un barrio pobre de Monteros, Fernández ya presentaba problemas psíquicos en su comportamiento, los cuales con el correr del tiempo se convirtieron en una severa esquizofrenia.
Fue abandonado por su familia y obligado a vivir solo en la calle, donde mendigó, robó y durmió a la intemperie, padeciendo el hostigamiento de quienes lo veían como «un loquito suelto».
Si bien no leía, aprovechaba cuando juntaba algunas monedas para ir al cine del pueblo.
A los 17 años vio Drácula, la película dirigida por Tod Browning y protagonizada por Bela Lugosi, la cual pareció cambiar su vida.
A tal punto le impactó el film que decidió llevar a la vida real la historia del Conde de Transilvania.
Su primer femicidio se ubica en enero de 1953 y las crónicas dela época lo reflejaron así: «Aprovechando que la gente del pueblo dormía con las ventanas abiertas, producto del intenso calor, y luego de haber acechado durante horas a la víctima, Fernández ingresó en la habitación de una mujer joven, la golpeó con un martillo y luego mordió su cuello hasta desgarrarlo y provocar su muerte».
El «Drácula de la ventana» ya no pudo parar y al mes siguiente habría cometido su segundo crimen, también entrando por la ventana del dormitorio de una mujer que dormía sola en su casa.
En el segundo asesinato, la Policía quedó sorprendida al encontrar en la escena del crimen un martillo y un palo de escoba partido, pese a que la mujer había muerto por la partición de su tráquea a mordiscos.
A pesar de que había un femicida serial suelto, los hábitos en Monteros no cambiaron y las mujeres que vivían solas siguieron durmiendo con las ventanas abiertas.
Y Fernández siguió con sus hábitos ya alienado en la figura del Conde Drácula: se le atribuyeron otros 13 crímenes con la misma modalidad, a mordiscones, aprovechando siempre las ventanas abiertas para entrar en las casas.
«Mientras las mujeres dormían, comenzaba a golpearlas hasta dejarlas inermes», relata una de las crónicas de la época, publicada en un diario de Buenos Aires hace apenas un par de años.
«Luego les mordía el cuello hasta provocarles desgarros e, incluso, destrozarles la tráquea y la carótida. Así, las dejaba desangrarse hasta la muerte; se sospecha que, incluso, llevaba adelante el acto teatral que le había visto hacer al personaje de Bela Lugosi: bebía la sangre de las víctimas. Dejaba su impronta, pero no era, en todo caso, un acto lascivo de belleza casi sensual como el del conde ficticio que acometía contra la humanidad de hermosas doncellas para saciarse con su esencia vital», completaba el relato.
La Policía tucumana no pudo descubrir al asesino, por lo que la Policía Federal envió a Monteros un grupo de avezados inspectores que comenzó una investigación con métodos más «científicos».
Ya en 1960, siete años después del primer crimen, pudieron detener al «Vampiro de la Ventana».
Los uniformados trazaron un mapa de Monteros con las casas de las 15 mujeres asesinadas y lograron una pista muy firme: todas las víctimas, además de vivir cerca entre sí, estaban conectadas con una cueva donde vivía quien hasta entonces era «el loquito suelto» del pueblo.
Fernández se escondió allí después de que su familia lo echara de su casa y de ese lugar solo salía de noche, porque a esa altura, además de su desequilibrio mental, padecía también de fotofobia (molestia ocular ante una iluminación excesiva).
De todas maneras, la Policía no tenía pruebas como para incriminarlo, por lo que el equipo de investigadores, siempre según las crónicas, decidió montarle vigilancia y seguirlo en sus movimientos.
Fue así que el domingo 14 de febrero de 1960, con más de 45 grados de temperatura, Fernández repitió su ritual: entró por una ventana donde vivía una mujer sola que iba a ser la víctima número 16 y se preparaba para matarla.
Sin embargo, los policías federales lo estaban esperando y finalmente lo apresaron.
«No opuso resistencia al arresto -relata una de las crónicas-.
Al contrario, parecía aliviado tras su detención. Solo gritaba y se ponía violento cuando la policía lo hacía salir a la luz del sol. La fotofobia, sí… pero, también, el punto débil del vampiro que creía ser».
Durante la instrucción, antes de ser sometido a juicio, la Justicia ordenó que se le realizaran exámenes físicos y psiquiátricos.
Los peritos finalmente diagnosticaron que padecía de esquizofrenia y lo declararon inimputable, por lo que en vez de ir a la cárcel con una segura condena a reclusión perpetua, se ordenó internarlo en un instituto psiquiátrico donde pasó los siguientes ocho años.
En 1968 -se desconoce día y mes-, cuando tenía 33 años, falleció de «muerte natural» y se dio así el final de uno de los peores asesinos seriales -por cantidad de víctimas y ferocidad en sus femicidios- de la historia criminal argentina.